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sábado, 7 de octubre de 2017

MEMORIA HISTÓRICA A PROPÓSITO DEL SEPARATISMO CATALÁN

Tomado de PLATAFORMA 2003.
  
LA UNIDAD DE DESTINO
 
El 14 de abril de 1931, a la vez que en Madrid se proclamaba la segunda República española, Francesc Macià proclamó «la República Catalana como Estado integrante de la Federación Ibérica».
 
Ante la alarma que ello produjo en Madrid, salieron para Barcelona tres ministros del Gobierno provisional de la República —Marcelino Domingo, Nicolau d’Olwer y Fernando de los Ríos—, y el 17 de abril consiguieron que el autodenominado Presidente de la República Catalana abriera una tregua con el compromiso de elaborar el Estatuto de Cataluña que, una vez aprobado por la asamblea de Ayuntamientos catalanes, sería presentado, como Ponencia del Gobierno Provisional de Cataluña, a la resolución de las Cortes Constituyentes.
  
El Gobierno de la República de Cataluña se reconvertía en Gobierno de la Generalidad.
 
Aprobado el Estatuto mediante plebiscito celebrado el 2 de agosto, Macià en persona lo llevó a Madrid, y el 18 de agosto lo presentó en las Cortes Manuel Azaña, Presidente del Gobierno. Casi diez meses tardó la Comisión en hacer público su dictamen y entre el 8 de mayo y el 9 de septiembre de 1932 discutieron las Cortes Constituyentes de la segunda República el Estatuto de Cataluña.
 
Recuérdese que el artículo 1º de la Constitución en su párrafo tercero, definía la República como «un Estado integral, compatible con la autonomía de los municipios y las regiones» y que, desde esa premisa, se mantuvieron tres posiciones bien definidas, como explicó Miguel Maura en las Cortes Constituyentes:
  1. Los intransigentes, centralistas sin paliativos, que entendían que el problema catalán era una cosa inventada de la que no había que hablar.
  2. Los del principio del tot o res (todo o nada), para los cuales, el Estatuto plebiscitado en Cataluña era cosa intangible y sagrada, que las Cortes no tenían siquiera la facultad de enmendar.
  3. Los que se disponían a resolver con sentido común el pleito de Cataluña, que la República había heredado de la monarquía, envenenado y hasta podrido.
 
Quien lea con detenimiento aquellos debates tendrá que hacer un esfuerzo para recordar permanentemente que son debates de hace casi setenta años.
 
El primer comentario de José Antonio Primo de Rivera que yo conozco sobre los Estatutos regionales es el que hace en Cádiz el 12 de noviembre de 1933, en un discurso electoral:
“Dentro de unos años no sabremos si tendremos que llevar intérpretes para recorrer tierras que fueron de España. En cada sitio se hablará una lengua; en cada sitio se estudiará una historia…”.
 
Un mes más tarde, en los Puntos iniciales de Falange Española, que se publican el 7 de diciembre, declara que “los separatismos se fijan en la lengua propia, en las características raciales propias, o en su especial fisonomía topográfica, ignorando que una nación no es una lengua, ni una raza, ni un territorio, sino una gran unidad de destino en lo universal, que es como define precisamente a España”.
 
Ese mismo día 7 de diciembre de 1933, en el primer número de la Revista FE aparece su artículo “¿Euzkadi libre?”, que me sigue pareciendo rigurosamente antológico:
“Acaso siglos antes de que Colón tropezara con las costas de América, pescaron gentes vascas en los bancos de Terranova. Pero los nombres de aquellos precursores posibles se esfumaron en la niebla del tiempo. Cuando empiezan a resonar por los vientos del mundo las eles y las zetas de los nombres vascos es cuando los hombres que las llevan salen a bordo de las naves imperiales de España. En la ruta de España se encuentran los vascos a sí mismos. Aquella raza espléndida, de bellas musculaturas sin empleo y remotos descubrimientos sin gloria, halla su auténtico destino al bautizar con nombres castellanos las tierras que alumbra y transportar barcos en hombros, de mar a mar, sobre espinazos de cordilleras […] En la convivencia de los hombres, soy el que no es ninguno de los otros. En la convivencia universal, es cada nación lo que no son las otras. Por eso las naciones se determinan desde fuera; se las conoce desde los contornos en que cumplen un propio, diferente, universal destino.
  
Así es nación España. Se dijera que su destino universal, el que iba a darle el toque mágico de nación, aguardaba el instante de verla unida. Las tres últimas décadas del quince asisten atónitas a los dos logros, que bastarían, por su tamaño, para llenar un siglo cada uno; apenas se cierra la desunión de los pueblos de España, se abren para España —allá van los almirantes vascos en naves de Castilla— todos los caminos del mundo.
  
Hoy parece que quiere desandarse la Historia. Euzkadi ha votado su Estatuto. Tal vez lo tenga pronto. Euzkadi va por el camino de su libertad. ¿De su libertad? Piensen los vascos en que la vara de la universal predestinación no les tocó en la frente sino cuando fueron unos con los demás pueblos de España. Ni antes ni después, con llevar siglos y siglos hablando lengua propia y midiendo tantos grados de ángulo facial. Fueron nación (es decir, unidad de historia diferente de las demás) cuando España fue su nación. Ahora quieren escindirla en pedazos. Verán cómo les castiga el Dios de las batallas y de las navegaciones, a quien ofende, como el suicidio, la destrucción de las fuertes y bellas unidades”.
  
El 21 de diciembre, en efecto, se entrega el Proyecto de Estatuto Vasco al Presidente de las Cortes y días después fallece el Presidente de la Generalidad de Cataluña, Francesc Macià. En la sesión necrológica que las Cortes celebran el 4 de enero de 1934 se produce un grave altercado como consecuencia de la intervención del muy intransigente Diputado José Albiñana, que dijo de Macià que había enseñado a gran parte del pueblo catalán el grito de “¡Muera España!”. Se produjo un gran tumulto, denunciando Indalecio Prieto que durante el mismo habían salido de los escaños de la derecha gritos de “¡Muera Cataluña!”.
 
José Antonio Primo de Rivera, en la que creo que es su tercera intervención parlamentaria, pronuncia entonces palabras admirables, llenas de sentido común y de cariño hacia Cataluña:
“Cuando nosotros empleamos el nombre de España, y conste que yo no me he unido a ningún grito, hay algo dentro de nosotros que se mueve muy por encima del deseo de agraviar a un régimen y muy por encima del deseo de agraviar a una tierra tan noble, tan grande, tan ilustre y tan querida como la tierra de Cataluña […] Yo me alegro, en medio de todo ese desorden, de que se haya planteado de soslayo el problema de Cataluña, para que no pase de hoy el afirmar que si alguien está de acuerdo conmigo, en la Cámara o fuera de la Cámara, ha de sentir que Cataluña, la tierra de Cataluña, tiene que ser tratada desde ahora y para siempre con un amor, con una consideración, con un entendimiento que no recibió en todas las discusiones. Porque cuando en esta misma Cámara y cuando fuera de esta Cámara se planteó en diversas ocasiones el problema de la unidad de España, se mezcló con la noble defensa de la unidad de España una serie de pequeños agravios a Cataluña, una serie de exasperaciones en lo menor, que no eran otra cosa que un separatismo fomentado desde este lado del Ebro.
  
Nosotros amamos a Cataluña por española, y porque amamos a Cataluña la queremos más española cada vez, como al país vasco, como a las demás regiones. Simplemente por eso: Porque nosotros entendemos que una nación no es meramente el atractivo de la tierra donde nacimos, no es esa emoción directa y sentimental que sentimos todos en la proximidad de nuestro terruño, sino que una nación es una unidad en lo universal, es el grado a que se remonta un pueblo cuando cumple un destino universal en la Historia. Por eso, porque España cumplió sus destinos universales cuando estuvieron juntos todos sus pueblos, porque España fue nación hacia fuera, que es como se es de veras nación, cuando los almirantes vascos recorrían los mares del mundo en las naves de Castilla, cuando los catalanes admirables conquistaban el Mediterráneo unidos en naves de Aragón, porque nosotros entendemos eso así, queremos que todos los pueblos de España sientan, no ya el patriotismo elemental con que nos tira la tierra, sino el patriotismo de la misión, el patriotismo de lo trascendental, el patriotismo de la gran España.
  
Yo aseguro al señor presidente, yo aseguro a la Cámara, que creo que todos pensamos sólo en esa España grande cuando la vitoreamos o cuando la echamos de menos en algunas conmemoraciones. Si alguien hubiese gritado muera Cataluña, no sólo hubiera cometido una tremenda incorrección, sino que hubiera cometido un crimen contra España, y no sería digno de sentarse nunca entre españoles. Todos los que sienten a España dicen viva Cataluña y vivan todas las tierras hermanas en esta admirable misión, indestructible y gloriosa, que nos legaron varios siglos de esfuerzo con el nombre de España”.
  
El 27 de febrero de ese año 34 comienza en la Cámara la discusión del Estatuto vasco y al día siguiente interviene José Antonio:
“Dios nos libre, señores, de envenenar otro problema nacionalista. En Cataluña hay ya un separatismo rencoroso de muy difícil remedio, y creo que ha sido, en parte, culpable de ese separatismo el no haber sabido entender pronto lo que era Cataluña verdaderamente. Cataluña es un pueblo esencialmente sentimental, un pueblo que no entienden ni poco ni mucho los que le atribuyen codicias y miras prácticas en todas su actitudes. Cataluña es un pueblo impregnado de un sedimento poético, no sólo en sus manifestaciones típicamente artísticas, como son las canciones antiguas y como es la liturgia de las sardanas, sino aun en su vida burguesa más vulgar, hasta en la vida hereditaria de esas familias barcelonesas que transmiten de padres a hijos las pequeñas tiendas de las calles antiguas, en los alrededores de la plaza Real; no sólo viven con un sentido poético esas familias, sino que lo perciben conscientemente y van perpetuando una tradición de poesía gremial, familiar, maravillosamente fina. Esto no se ha entendido a tiempo; a Cataluña no se la supo tratar, y teniendo en cuenta que es así, por eso se ha envenenado el problema, del cual sólo espero una salida si una nueva poesía española sabe suscitar en el alma de Cataluña el interés por una empresa total, de la que desvió a Cataluña un movimiento, también poético, separatista.
 
Dios nos libre, pues, de envenenar otros problemas de características regionales; pero si hablo para anunciar que estoy al lado de este voto particular del señor Salmón y en contra del Estatuto, es porque […] el Estatuto vasco tiene, además de un sentido hostil separatista para España, un profundo espíritu antivasco, del que acaso no se dan cuenta sus propios autores”.
  
José Antonio reitera que una nación lo es en cuanto acomete y logra una empresa que no es la empresa de las demás naciones. El pueblo vasco, según él, ha cumplido su destino en lo universal porque:
“Ha dado al mundo una colección de almirantes que ellos solos son una gala para un pueblo entero; el pueblo vasco ha dado al mundo un genio universal como Ignacio de Loyola. Pero el pueblo vasco dio esos genios al mundo precisamente cuando encontró su signo de nación indestructible unido a Castilla. Cuando estaba indestructiblemente unido a España, porque precisamente España es nación y es irrevocablemente nación, porque España, que no es Castilla frente a Vasconia, sino que es Vasconia con Castilla y con todos los demás pueblos que integraron España, sí que cumplió un destino en lo universal, y se justificó en un destino con lo universal, y halló una providencia tan diligente para abastecerla de destino universal, que aquel mismo año de 1492 en que logró España acabar la empresa universal de desislamizarse, encontró la empresa universal de descubrir y conquistar un mundo. Así es que el pueblo vasco superó su vida primitiva, su vida de pesca y de caserío, cabalmente cuando fundió sus destinos al destino total de España. Pues bien: Cuando el pueblo vasco, así unido a España, se ha incorporado definitivamente a la Historia, surgen unos tutores del pueblo vasco que deciden hacerle renegar de esa unidad histórica, de ese signo bajo cuyo poder mágico logró entrar en la historia unido a España, integrando a España, y quieren desglosarlo otra vez de España y devolverlo a lo nativo, a lo espontáneo, al cultivo de su tierra, de sus costumbres y de su música. Y este designio es antivasco, este designo es ponerse otra vez a las puertas de lo nativo, a las puertas de lo espontáneo, contra el logro universal, histórico, ingente y difícil que ha sido la Historia del pueblo vasco unido a la Historia de España. Por eso yo creo que la misión de España en ese trance no es averiguar si ha tenido el Estatuto tales o cuales votos: La misión de España es socorrer al pueblo vasco para liberarlo de ese designio al que le quieren llevar sus peores tutores, porque el pueblo vasco se habrá dejado acaso arrastrar por una propaganda nacionalista; pero todas las mejores cabezas del pueblo vasco, todos los vascos de valor universal, son entrañablemente españoles y sienten entrañablemente el destino unido y universal de España. Y si no, perdóneme el señor Aguirre una comparación: De los vascos de dentro de esta Cámara tenemos a don Ramiro de Maeztu; de los vascos de fuera de la Cámara tenemos a D. Miguel de Unamuno; con ellos todas las mejores cabezas vascas son entrañablemente españolas”.
  
José Antonio insistirá en estos conceptos en el discurso de proclamación de Falange Española de las JONS, en el Teatro Calderón de Valladolid el día 4 de marzo y en su «Ensayo sobre el nacionalismo», aparecido en la Revista JONS del mes de abril, pero a partir del 12 de junio de 1934, cuando se produce abiertamente la rebeldía de los políticos catalanes y vascos[1], la preocupación por la unidad de España se convierte para él en tema fundamental de su actividad pública. El 15 de junio aparece en el diario La Nación el siguiente manifiesto:
“La abierta rebeldía de la Generalidad de Cataluña contra el Estado español nos hace asistir a un espectáculo más triste que el de la misma rebeldía: El de la indiferencia del resto de España, agravada por la traición de los partidos, como el socialismo, que ha pospuesto la dignidad de España a sus intereses políticos.
 
Mientras los nacionalistas catalanes caldean el ambiente de Barcelona, no hay en Madrid nacionalistas españoles que proclamen a gritos la resuelta voluntad de mantener unida a España.
 
Falange Española de las JONS no juzga ahora la bondad o malicia de la ley de Cultivos. Ni siquiera el acierto del Tribunal de Garantías Constitucionales. Lo que estima intolerablemente ofensivo para la dignidad de España es el alzamiento frente al Estado de un organismo regional, subrayado con palabras y ademanes de reto y teñido no ya del más patente desamor, sino del odio más agresivo contra España.
  
Falange Española de las JONS no quiere hacerse solidaria del cobarde silencio que rodea a tal actitud de los separatistas. Ni quiere ser cómplice de la desasistencia que en estos instantes debilita al Gobierno español.
  
Para alentarle y para servir a España hasta donde sea preciso, Falange Española de las JONS compromete su resuelta palabra de alistamiento.
  
Vida España! ¡Viva Cataluña española! ¡Viva Falange Española de las JONS!”.
 
Cerradas las Cortes el 4 de julio, el 19 aparece en FE el artículo de José Antonio «España irrevocable». Junto a la reiteración de ideas ya entonces conocidas, incluye esta terminante frase:
“Aunque todos los españoles estuvieran conformes en convertir a Cataluña en país extranjero, sería el hacerlo un crimen merecedor de la cólera celeste. España es irrevocable. Los españoles podrán decidir acerca de cosas secundarias; pero acerca de la esencia misma de España no tienen nada que decidir. España no es nuestra, como objeto patrimonial; nuestra generación no es dueña absoluta de España: La ha recibido del esfuerzo de generaciones y generaciones anteriores y ha de entregarla, como depósito sagrado, a las que la sucedan. Si aprovechara este momento de su paso por la continuidad de los siglos para dividir a España en pedazos, nuestra generación cometería para con las siguientes el más abusivo fraude, la más alevosa traición que es posible imaginar. Las naciones no son contratos, rescindibles por la voluntad de quienes los otorgan: Son fundaciones, con sustantividad propia, no dependiente de la voluntad de pocos ni de muchos”.
 
José Antonio sostiene que la mayoría de edad regional se alcanza, no cuando la región ha adquirido suficiente conciencia de sí misma, es decir, cuando se siente suficientemente desligada de la personalidad del conjunto, sino, cabalmente al contrario,
“Cuando ha adquirido tan fuertemente la conciencia de su unidad de destino en la patria común, que esa unidad ya no corre ningún riesgo por el hecho de que se aflojen las ligaduras administrativas. Cuando la conciencia de la unidad de destino ha penetrado hasta el fondo del alma de una región, ya no hay peligro de darle Estatuto de autonomía. La región andaluza, la región leonesa, pueden gozar de regímenes autónomos, en la seguridad de que ninguna solapada intención se propone aprovechar las ventajas del Estatuto para maquinar contra la integridad de España. Pero entregar Estatutos a regiones minadas de separatismo; multiplicar con los instrumentos del Estatuto las fuerzas operantes contra la unidad de España; dimitir la función estatal de vigilar sin descanso el desarrollo de toda tendencia a la secesión, es, ni más ni menos, un crimen. Todos los síntomas confirman nuestra tesis. Cataluña autónoma asiste al crecimiento de un separatismo que nadie refrena: El Estado, porque se ha inhibido de la vida catalana en las funciones primordiales: La formación espiritual de las generaciones nuevas, el orden público, la administración de justicia […] y la Generalidad, porque esa tendencia separatista, lejos de repugnarle, le resulta sumamente simpática. Así, el germen destructor de España, de esta unidad de España lograda tan difícilmente, crece a sus anchas. Es como un incendio para cuya voracidad no sólo se ha acumulado combustible, sino que se ha trazado a los bomberos una barrera que les impide intervenir. ¿Qué quedará, en muy pocos años, de lo que fue bella arquitectura de España?”.
  
Que no se trataba de imaginarias inquietudes o de angustias inventadas, lo demostraban los acontecimientos. El 11 de septiembre se encontraron las armas que transportaba el «Turquesa», destinadas a los socialistas, a la vez que crecía la agitación nacionalista en Cataluña y Vascongadas. El 23 se declara el «estado de alarma» en toda la Nación y ese es el momento en que José Antonio se dirige al General Franco, el 24 de septiembre de 1934, advirtiendo el golpe trotskysta que se prepara, acompañado de la separación de Cataluña. Y, en efecto, el 6 de octubre, Lluis Companys —sucesor del difunto Macià en la presidencia de la Generalidad— se rebela contra la República y dirige un oficio al General Jefe de la División Orgánica que tiene su cabecera en Barcelona diciendo: «Requiero a V.E. para que, con las fuerzas que manda, se ponga a mis órdenes para servir a la República Federal que acabo de proclamar».
 
Las consecuencias de la revolución de octubre son conocidas. Lo que es menos conocida es la reacción de José Antonio Primo de Rivera, hecha pública el 13 de octubre:
“Hemos estado contra la revolución por lo que tenía de marxista y antiespañola, pero no vamos a ocultar que en la desesperación de las masas socialistas, sindicalistas y anarquistas hay una profunda razón en que participamos del todo. Nadie supera nuestra ira y nuestro asco contra un orden social conservador del hambre de masas enormes y tolerante con la dorada ociosidad de unos pocos”.
 
José Antonio exige la derogación del Estatuto de Cataluña, añadiendo esta precisa frase:
“Una Cataluña purgada de propósitos separatistas podrá aspirar, como las otras regiones de España, a ciertas reformas descentralizadoras; pero la breve experiencia del Estatuto lo ha acreditado como estufa para el cultivo del separatismo”.
 
A finales de noviembre y primeros de diciembre se debate en el Parlamento en torno al Estatuto de Cataluña. José Antonio Primo de Rivera, con el mayor respeto y afecto hacia Cataluña, distingue exquisitamente la posibilidad de que goce de libertades para organizar su vida interna y la experiencia de dos años de deshispanización que le llevan a votar con Honorio Maura la derogación del Estatuto.
 
Del entendimiento de Cataluña y de su cariño hacia ella no cabe la menor duda:
“Una de las maneras de agraviar a Cataluña es, precisamente, entenderla mal; es precisamente, no querer entenderla. Lo digo porque para muchos este problema es una mera simulación; para otros este problema catalán no es más que un pleito de codicia. La una y la otra son actitudes perfectamente injustas y perfectamente torpes. Cataluña es muchas cosas mucho más profundamente que un pueblo mercantil; Cataluña es un pueblo profundamente sentimental; el problema de Cataluña no es un problema de importación y de exportación; es un problema dificilísimo de sentimientos.
  
Pero también es torpe la actitud de querer resolver el problema de Cataluña reputándolo de artificial. Yo no conozco manera más candorosa, y aún más estúpida, de ocultar la cabeza bajo el ala, que la de sostener, como hay quienes sostienen, que ni Cataluña tiene lengua propia, ni tiene costumbres propias, ni tiene historia propia, ni tiene nada. Si esto fuera así, naturalmente, no habría problema de Cataluña y no tendríamos que molestarnos ni en estudiarlo ni en resolverlo”.
  
He aquí su clara visión de lo que podía haber sido, ya en los años treinta, la España de las autonomías:
“Cataluña existe con toda su individualidad y muchas regiones de España existen con su individualidad, y si queremos conocer cómo es España, y si queremos dar un estructura a España, tenemos que arrancar de lo que España en realidad nos ofrece; y precisamente el negarlo, además de la torpeza que antes os decía, envuelve la de plantear el problema en el terreno más desfavorable para quienes pretenden defender la unidad de España, porque si nos obstinamos en negar que Cataluña y otras regiones tienen características propias, es porque tácitamente reconocemos que en esas características se justifica la nacionalidad, y entonces tenemos el pleito perdido si se demuestra, como es evidentemente demostrable, que muchos pueblos de España tienen esas características.
  
Por eso soy de los que creen que la justificación de España está en una cosa distinta; que España no se justifica por tener una lengua, ni por ser una raza, ni por ser un acervo de costumbres, sino que España se justifica por una vocación imperial para unir lenguas, para unir razas, para unir pueblos y para unir costumbres en un destino universal; que España es mucho más que una raza y es mucho más que una lengua, porque es algo que se expresa de un modo del que estoy cada vez más satisfecho, porque es una unidad de destino en lo universal.
  
Con sólo esto, veréis que en la posición que estoy sosteniendo no hay nada que choque de una manera profunda con la idea de una pluralidad legislativa. España es así, ha sido varia, y su variedad no se opuso nunca a su grandeza; pero lo que tenemos que examinar en cada caso, cuando avancemos hacia esta variedad legislativa, es si está bien sentada la base inconfundible de lo que forma la nacionalidad española: Es decir, si está bien asentada la conciencia de la unidad de destino. Esto es lo que importa, y es muy importante repetirlo una y muchas veces, porque en este mismo salón se ha expuesto, desde distintos sitios, una doctrina de las autonomías que yo reputo temeraria. Se ha dicho que la autonomía viene a ser un reconocimiento de la personalidad de una región; que se gana la autonomía precisamente por las regiones más diferenciadas, por las regiones que han alcanzado la mayoría de edad, por las regiones que presentan caracteres más típicos; yo agradecería —y creo que España nos lo agradecería a todos— que meditásemos sobre esto: Si damos las autonomías como premio de una diferenciación, corremos el riesgo gravísimo de que esa misma autonomía sea estímulo para ahondar la diferenciación. Si se gana la autonomía distinguiéndose con caracteres muy hondos del resto de las tierras de España, corremos el riesgo de que al entregar la autonomía invitemos a ahondar esas diferencias con el resto de las tierras de España. Por eso entiendo que cuando una región solicita la autonomía, en vez de inquirir si tiene las características propias más o menos marcadas, lo que tenemos que inquirir es hasta qué punto está arraigada en su espíritu la conciencia de la unidad de destino; que si la conciencia de la unidad de destino está bien arraigada en el alma colectiva de una región, apenas ofrece ningún peligro que demos libertades a esa región para que, de un modo y otro, organice su vida interna”.
 
La tesis era bien clara: Se había concedido el Estatuto a Cataluña pensando que no iba a ser nunca instrumento de disgregación y que podía ponerse en sus manos sin ningún peligro para la unidad. Pero la presunción había sido destruida por la prueba en contrario, de manera que antes de devolver el Estatuto había que tener la seguridad de que España no se nos iba a ir entre los dedos.
  
Las Cortes aprobaron la nueva puesta en vigor del Estatuto, entregándose a la Esquerra todo, «incluso los instrumentos para afirmar en el alma de la infancia catalana una emoción separatista».
  
José Antonio Primo de Rivera quería una “una gran Patria para todos, no para un grupo de privilegiados. Una Patria grande, unida, libre, respetada y próspera”.
  
No me parece que sus reflexiones sobre España como unidad de destino resulten hoy tan anacrónicas como algunos sostienen.
  
FERNANDO SUÁREZ GONZÁLEZ. En Cuadernos de Encuentro, nº 72 (Mayo de 2003), suplemento Nueva Fundación, págs. 215 a 222.
 
NOTA
[1].- La Ley de contratos de cultivo, aprobada por el Parlamento de Cataluña, había quebrantando el Estatuto, porque se trataba de materia que el artículo 15 de la Constitución reservaba al Estado. El Tribunal de Garantías Constitucionales, al que recurrió el Gobierno, sentenció el 9 de junio declarando la inconstitucionalidad de la Ley, pero la Generalidad decidió no aceptar el fallo y el 12 de junio se retiraron de las Cortes los Diputados de la Esquerra (y la minoría vasca, que hizo con ellos causa común). Companys volvió a presentar la misma Ley al Parlamento Catalán, que la aprobó de nuevo por aclamación. El Gobierno vasco siguió el ejemplo convocando ilegítimamente elecciones municipales.

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